martes, 2 de febrero de 2010

Las razones de la derrota

Algunas voces serenas, en los propios Estados Unidos, han lamentado la manera injusta como fue lograda la expansión a costa de México. En el año de 1962, cuestionado sobre la guerra con México, Robert F. Kennedy declaró para escándalo de los adeptos contemporáneos del Destino Manifiesto, que "no tuvimos justificación. No pienso que podamos sentirnos orgullosos de ese episodio", y en realidad sus palabras son eco de otras pronunciadas muchos años antes por el general Ulises S. Grant en sus memorias, publicadas en 1885: "Yo no creo que jamás haya habido una guerra más injusta que la que los Estados Unidos hicieron a México. Me avergüenzo de mi país al recordar aquella invasión. Nunca me he perdonado el haber participado en ella".

En cambio, hubo quienes festejaron la derrota mexicana y su postración de rodillas frente a los vencedores. En septiembre de 1847, desde Londres, Karl Marx escribía "Los norteamericanos continúan comprometidos en una guerra contra los mexicanos. Es de esperarse que la ganarán y tomarán la mayor parte del territorio mexicano." Pocos meses después, en enero de 1848. Federico Engels anotó:

Con la debida satisfacción hemos presenciado la derrota de México ante los Estados Unidos. Esto representa un paso adelante. La evolución de todo el continente americano no perdería nada si los Estados Unidos, después de tomar posesión de California, también se hiciera cargo del resto de la costa del Pacífico.

¿México se merecía la derrota? El país entero creía que iba a ganar la guerra. Muchos mexicanos juzgarón a los Estados Unidos débiles tanto política como militarmente. Por supuesto, desconocian totalmente la realidad norteamericana. Algunos también pensarón que el problema de la esclavitud sería un factor que impediría la guerra, pues los estados norteños se abstendrían de apoyar a los del sur en una guerra con México que posibilitaría la expansión del régimen esclavista. Se equivocaron. También se llego a pensar que la guerra provocaría en el interior de los Estados Unidos dos rebeliones destinadas a vengar los agravíos recibidos por ingleses y norteamericanos, las de los esclavos negros y la de los indios pielrojas. No sucedió nada. Los militares mexicanos consideraban que el pequeño ejército profesional estadounidense era insuficiente para sostener la guerra y veían con menosprecio el sistema de reclutamiento de voluntarios, a los que no concedían ningún valor. Éste fue otro serio error de apreciación. La ofensiva norteamericana a través del territorio mexicano, hasta la capital, era impensable: no sería posible el aprovisionamiento del ejército en medio de un país hostil. Nuevamente se equivocarón los que así pensaban. Los malos caminos, las áridas extensiones, las fiebres en las costas, eran aliados naturales de los mexicanos: no sirvieron para nada. En contraste. México parecia más poderoso de lo que en realidad era. Observadores europeos, como el duque de Wellington, el vencedor de Napoleón, consideraba al ejército mexicano como superior al estadounidense, opinión compartida por muchos compatriotas, como los redactores del periódico La Voz del Pueblo exhortaba a sus lectores: "Tenemos más fuerza de la necesaría para hacer la guerra; hagámosla entonces, y la victoria se posará en nuestras banderas."

Las razones de la derrota fueron perfectamente explicadas por José María Roa Bárcena en un párrafo que no tiene desperdicio:

El amor propio ofusca y ciega a las naciones como a los individuos. La nuestra, impresionada en el sentido de la decisión y la fortuna con que luchó por su independencia y conservando el carácter que distingue a nuestra raza, no había podido comprender que, mientras aquí nos haciamos trizas por el federalismo o el centralismo, sin adelantar sino poquísimo en intereses y prosperidad materiales y atrasándonos no escasamente en administración, orden y economía, aunque juzgándonos el pueblo más avanzado y dichoso de la tierra, a la otra puerta una nación flemática, cuerda y laboriosa, creciera y verdaderamente progresara por medio del respeto a sus leyes, si no siempre a la justicia; del respeto a sus propias costumbres e instituciones, y del espíritu del trabajo y de adelanto material; en cuyas cualidades los Estados Unidos, por grandes que sean sus lacras y defectos en otras líneas, pueden y deben servir de ejemplo al género humano. La España, vencedora de Napoleón, había sido vencida por nosotros. Tal era la piedra angular de nuestro criterio político y el punto de partida de nuestro orgullo nacional. En la opinión general no cabía duda respecto de nuestro triunfo cabal en el caso de la invasión norteamericana; y en varios discursos cívicos en los aniversarios de septiembre, oímos desaarrollar, con patrióticas y acaloradísimas variaciones, el lisonjero tema de que el pabellón mexicano llegaría de allí a poco a ondear sobre el antiguo palacio de Jorge Washington. El primer baño de agua fría aplicado a tan ardoroso entusiasmo, fue la noticia de las batallas de Palo Alto y Resaca de Guerrero.

La derrota final significó, además, un duro golpe al orgullo mexicano. No era posible imaginar ser vencidos por un país de protestantes. Era inconcebible que los mexicanos, que estaban seguros de profesar la verdadera religión. hubiesen sido humillados por los herejes luteranos como se les llamaba. Se invocó a Dios para que acudiera en nuestra ayuda; se bendijeron las banderas de los cuerpos, se hicieron rogativas públicas, mil rezos acompañaron a los combatientes y todo resultó inútil. Sufrieron en silencio esta afrenta; nadie se atrevió a recordar que los norteamericanos también imploraron a Dios, pidiendo la victoria y ésta les fue concedida. Quizá alguno pudo pensar que Dios hizo más caso a las súplicas protestantes que a las católicas ¿Estaría a favor de ellos?

Pero, las presunciones vanas y los agobios teológicos eran pecados insignificantes comparados con la verdadera y más importante culpa achacable a los mexicanos. Las discordias, la desunión, las mezquinas ambiciones personales contribuyeron decisivamente al desastre final frente a los Estados Unidos. Un mexicano, de buen juicio y perspicaz observador. José Fernando Ramírez, consignó esta lamentable y triste verdad: hay en

...la historia mil hechos comprobatorios de una máxima constantemente repetida; que la guerra extranjera salva la nacionalidad y consolida las instituciones de los pueblos agitados por las facciones. En nuestro país privilegiado ha sucedido todo lo contrario. La razón de diferencia salta a la vista. Un pueblo sensato y patriota se una y hace frente al primer amago del peligro común; el que no lo es se subdivide y debilita, allanando así los obstaculos al invasor que triunfa sin resistencias.

Lucas Alamán coincide cuando lamenta la trágica realidad mexicana:

Entre nosotros hemos visto con cuanta facilidad un enemigo exterior que llega a penetrar al corazón del país, puede desunir los elementos mal combinados que forman la población mexicana, y emplear en su provecho algunos de ellos, haciéndolos obrar contra los demás, y una vez descubierto este secreto, ésta será ciertamente el arma más poderosa de que en lo sucesivo hagan uso todos lo que intenten invadir o dominar al país.

Los años le han dado la razón.

El mismo Lucas Alamán, después de profetizar que parecía estar destinado que los pueblos asentados en México desaparecían víctimas de los norteamericanos, terminaba su Historia de México implorando al Todopoderoso, "en cuya mano está la suerte de la naciones", que dispensara a la nuestra "la protección con que tantas veces se ha dignado preservarla de los peligros a que ha estado expuesta". Parece ser que el cielo lo escuchó y se realizó el milagro. Las palabras de José Fuentes Mares así lo confirman: "Hoy se puede asegurar, sin hipérbole, que la supervivencia de México es una de las grandes sorpresas de la historia, máxime que su conquista entró en los proyectos de todas las administraciones norteamericanas hasta 1860."

Tomado del libro: Las balas del invasor - José Manuel Villalpando César

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